Sociedad
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Por: Diego Figueroa / @oreugiFDiego

 

Cuando yo era un iluso mancebo, los discursos de la sociedad eran casi los mismos:

Las mamás decían: A ver hijo, a mí, conque no me quites, me ayudas.

Con los abuelos: ustedes están aquí por un sentimiento, “no” porque esta sea su casa.

En el caso de los papás: se les da lo que uno puede, si quieren más… se ponen a trabajar para ello.

Los tíos: Sino te gusta, pues ya sabes dónde queda la puerta.

Mis primos: Nadie te obliga a quedarte, si en verdad quieres, ¡vete!

Las abuelas: Te apoyo en lo que pueda, pero, mantenerte, no mihijito, eso no es apoyarte.

 

Ahora que lo pienso, pero sobre todo lo recuerdo, se crecía en una sociedad donde, independientemente de los valores que se profesaran, el crecimiento individual se promulgaba al consumarse la emancipación familiar. Antes de llegar a los quince años a lo mucho, ya se sabía que la estadía en casa no se iba a prolongar más y entonces, de manera inconsciente uno empezaba a valorar sus posibilidades de supervivencia fuera del seno familiar.

 

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Al igual que ahora, uno no salía completamente preparado ni de la casa ni de la universidad, pero, la sociedad productiva lo sabía y nunca faltaba alguien que terminaba fungiendo como el tutor del recién contratado. Por ahí de los años 70’s era muy común escuchar – él fue mi maestro – y no haciendo referencia al ámbito escolar.

 

La sociedad aceptaba la tutela, pero al mismo tiempo, el sujeto entendía al unísono su papel dentro de la misma.

 

Y estando fuera del seno familiar se entendía y comprendía todo lo que de chico uno oía. El mundo afuera no tenía piedad, era y sigue siendo, ese lobo que acechaba por las noches queriendo entrar. No se les criaba a los hijos con miedo, se les enseñaba a ser conscientes de su entorno, de su realidad y de sus circunstancias.

  

Con la experiencia de los años.

 

Ya con la tranquilidad de tener mínimo cinco años laborando, uno podía cambiar de trabajo, podía explorar otras áreas y después de 10 años en la fuerza laboral, se tenía con mayor seguridad una idea del mercado. Uno podía, con conocimiento de causa, tomar el salto de fe y poner, abrir, tramitar o incursionar en un negocio propio… “emprender”.

 

Repito, después de unos años en el mercado laboral. Pero la sociedad ahora enfrenta un fenómeno de personas que nunca han trabajado, que no saben la presión de cumplir sin excepción algún mandato, de mantener un ritmo de trabajo, no una semana, no quince días, no un par de meses, hablo de 6 ó 7 años, de llegar a trabajar antes de las 7am con todo lo que implica. Llegar y hacer “más” sin reconocimiento alguno, sin aliento o sin tener remuneración alguna… No, ya muy pocos saben de eso.

 

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Hoy, lo jóvenes, pareciera que, de la noche a la mañana, despiertan y dicen:   

  

“quiero mejorar mi vida y seré mi propio jefe”

 

Esos chicos de 31, 32 ó 33 años que han vivido en sus casas, esos jovenzuelos que nunca han laborado, que estudiaron y nunca ejercieron. Que cada que en sus trabajos se les exigió, prefirieron renunciar, porque eso sí, sin experiencia en el mercado, sin un portafolio de productos, sin haber sido parte de ni un proyecto… Ellos no merecen trabajar por unos simples centavos si tienen toda esa experiencia y creatividad (que únicamente su mamá y sus tías ven) como para desperdiciar sus mejores años productivos por una burla de paga.

  

Y entonces, con ese cúmulo de experiencia laboral, con ese basto conocimiento empresarial y con esa maravillosa idea que revolucionará las circunstancias laborales, deciden, abrir su propio negocio, tener su propia oficina, poner su propio local, ser su propio jefe y se arman de valor para emprender…

  

¡Hip, hip hurra! Grita la sociedad.

 

La verbena familiar se desata, el aquelarre con las tías se consuma, el pachangón se sitúa un domingo en la casa de los padres y todos se ponen a celebrar que “Luisito puso su negocio”. Todos y cada uno, cual letanía llegan y le dan los mejores deseos, le dan consejos y una que otra astucia, le dicen que no tenga miedo, sobre todo, le alientan a que siga así.

 

Luisito recibe mil y una promesas, donde cada una de ellas incluye un nuevo cliente para su negocio, además, van de forma tácita empresas que muy pero muy posible van a contratar también sus servicios y así, la panacea del emprendimiento toma forma cada vez más real, vamos, con lo que Luisito junto de promesas, clientes y alianzas estratégicas, ya recuperó el dinero que sus padres usaron para montarle su negocio. “Porque claro” Luisito no tenía para:

 

  • La renta del local.
  • La pintura del espacio.
  • Los muebles.
  • Las lámparas y los adornos.
  • Menos para el sitio web.

 

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Sus papis “invirtieron” en él (una vez más porque lo hicieron al pagarle los estudios de Antropología Universal en una de las Universidades Privadas más prestigiosas – la educación es una inversión – por mis años siempre se decía.

 

La primera semana, Luisito no está acostumbrado a mantener un horario, es más, abre solamente 3 de 6 días. La segunda semana, la falta de clientes le “desmotivan y lo ponen down” así que únicamente abre 2 días con 4 días espaciados uno de otro.

 

La tercera semana “va, pero con su mamá” porque no quiere estar solo. La primera renta llega y una vez más, los papás, pagan el alquiler. El segundo mes, Luisito es invitado por los primos a un viaje fuera del estado, se va, se pierden dos semanas, en la tercera llega muy cansado y no puede laborar. La cuarta semana va y una vez más, Luisito se enfrenta al vacío de su emprendimiento. Deprimido, vuelve a cerrar.

  

Pero la renta, una vez más se tiene que pagar.

 

Al tercer mes, la mamá no puede seguir viendo así a Luisito, así que… Le ha conseguido un curso de especialización, tiene que regresar a la escuela y lamentablemente – su negocio debe cerrarse, porque va a seguir preparándose – y de nuevo con 36 años cumplidos a la escuela debe ingresar. Entonces el papá, haciendo uso de todos sus contactos, traspasa el Local Comercial y bajo la presión de su pareja, el padre cerró lo que él abrió porque fue su culpa el haber conseguido ese espacio comercial.

  

La sociedad como sistema productivo no perdona, sistemáticamente todo debe tener una función y quién esta a cargo de “esa función” la debe saber realizar al derecho y al revés. Fuera del seno familiar no se puede jugar al valiente, no se puede aventurarse a realizar “algo” sin previas bases, sin conocimientos probados, sin real experiencia del mercado pero sobre todo, sin haber experimentado en carne propia el peso de un trabajo por más de tres años.

 

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La aventura de Luisito termina con una lluvia de aliento, con una sabanita de consuelo, donde una vez más la peregrinación familiar inicia su visita para decir:

 

  • Ya verás que más adelante será mejor…. Yo digo: A ja, ¿sí con base en qué?
  • Pero quédate con la experiencia, es lo que vale…. Yo digo: ¿cuál si nunca hizo nada?
  • Mira que tú ya hiciste más que el resto…. Yo digo: ¿cómo o con qué?, si el capital fue de sus padres.

 

Lamentablemente el seno familiar se vuelve esa red de trapecista, que no importa cuantas veces se caiga Luisito, nunca va a tener el miedo de caer al suelo, porque siempre habrá alguien más para apoyarlo. Dentro de toda esta escena de terror, mi miedo más grande es que primero, Luisito es uno de esos flanes sociales de los que ya hablamos, segundo, que la familia no le deja ver su realidad ni experimentar sus fracasos personales, tercero, que los de la vieja escuela sabemos que lo que realmente importa es – saber levantarse – y si Luisito nunca se ha caído, jamás aprenderá.

 

Por último y lo más aterrador… es que Luisito es mi nieto.

 

 

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Un comentario en «“La Sociedad, el Emprendedor y el Porrista Personal”»

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