Por: Diego Figueroa / @oreugiFDiego
Actualmente, ¿quién no ha escuchado? que un familiar, conocido, vecino o compañero de trabajo menciona: voy a participar en una carrera spartan. Aclarando previamente que no tengo nada en contra del deporte, que yo mismo mantengo una aceptable condición física para estos ya casi 60 años de andar bajo el mismo sol y que mil veces, preferiría escuchar que alguien encontró paz mediante el deporte que en los brazos de alguna adicción. Una vez más, el presente cuestionamiento es de fondo, no de forma.
Para no irnos tan lejos, para no abrumar con más conocimiento, ni intentar dar clase de la geografía de la antigua Grecia. Partiremos del supuesto, donde el colectivo cuenta con previo conocimiento de – los espartanos – por aquella película de hace referencia a la batalla de “Los 300”. Valientes, incansables, nobles, los mejores guerreros de esas épocas y quien se ha adentrado un poco más en esa sociedad, sabrá que se afirmaba que – un guerrero espartano valía más que varios hombres de otros estados – su única prioridad era ser buenos soldados.
Las actuales carreras espartanas tienden a emular todo ese desgaste físico que durante las batallas se evidenciaba. Resistencia corporal y la oportunidad de mostrar un derroche de condición física en piernas, brazos, espalda baja, hombros, antebrazos, basados entre otras muchas cosas en un buen previo trabajo cardiovascular. La actividad como lo mencionaba previamente no tiene nada en contra. Aquellos que tuvimos la oportunidad de asistir a colegios militares, sabemos que ese tipo de pruebas físicas eran muy comunes a principio de año escolar para formar los equipos oficiales. Después, eran competencias para seleccionar a los compañeros que nos representarían y, por último, una serie de mini olimpiadas donde dentro de la institución se competía para estar seguros de quién o quiénes nos iban a representar.
Los de la vieja guardia sabíamos que no había más allá de un quinto lugar. Primero, segundo y tercero, se llevan toda la atención. Cuarto y quinto eran parte de esa élite, esperando que algo no previsto pasara y alguien de los lugares superiores no pudiese competir para entonces, tomar ese tan ansiado lugar en las carreras y así, poder participar. Por esos años no había Carreras tipo Spartan (como actualmente se les conoce y en adelante seguiré mencionando) se ocupaban los Triatlones o Pentatlones. Nuestra competencia era nuestra carrera y al ser una prueba, sabíamos que no todos podían ganar, cómo no todo se puede tener en esta vida.
“No todos podían ganar”
Los que competíamos por allá de los años 80’s y 90’s, sabíamos que – el participar en una competición – era el evento que nos serviría para mostrarnos. Para medirnos con personas fuera de nuestra escuela, de nuestro estado y hasta, en algunos casos, de nuestro país. Desde que se nos formaba, sabíamos que lo teníamos que dejar todo y que sí, competir es lindo, pero no lo es todo. Sin olvidar que muy probablemente habría alguien mejor, la incógnita era el descubrir que tanto mejor.
Y si se perdía – no pasaba nada – al contrario, se tenía un nuevo objetivo, se tenían más ideas y se iban aumentando las técnicas para mejorar las propias marcas. Durante las competencias se aprendía también a “saber perder” y llegar con las manos vacías sin hacer tanto drama, sin presentarse como víctimas, sin tratar de extorsionar por querer el premio que no se pudo ganar. El competir, ayudaba a aprender a lidiar con la pérdida porque no hay mejor maestro que el fracaso y eso, los de la vieja guardia lo sabemos.
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Pero esos tiempos han quedado ya atrás, y de seguir así, olvidados también serán. Ahora, en las carreras Spartan, “todos ganan”. Uno paga su boleto y puede ilusamente “competir”. Si uno llega a un reto que no puede superar o realizar, se cuenta con un “pseudo castigo” que se realiza alternamente al ejercicio principal. Una vez cumplido, se retoma la pista y se continúa el trayecto. Después de unos 18 ó 20 obstáculos, sin importar el tiempo, al llegar a la meta, se le espera a uno con su premio, su reconocimiento, su bien ganada – medalla de Espartano – y ahí, aquí es donde a los más soñadores, optimistas y bonachones, se les llenará la boca al decir: “se la ganó por terminar la carrera, por haber cumplido, por haber terminado un reto”.
Pero los de la vieja guardia siempre pensaremos: “terminar la carrera era lo que supuestamente mínimo tenías que hacer”. No hay ni debiese existir premio o recompensa por terminar lo que se espera por lógica.
Pero, pareciera que, a estas nuevas generaciones de cristal, no se les puede decir que “NO”. No se les puede “quitar algo” que por derecho divino (por justificarlo de alguna forma) se les debe dar que es – el sentimiento de ser un ganador – y ahí es donde yo veo que se comienza a gestar el gran problema de la poca o nula tolerancia a la frustración y el autoengaño que como sociedad estamos haciendo a sus miembros.
Yo sé que la igualdad es un derecho, no hay duda en eso, pero de seguir las cosas así, ¿estarían de acuerdo que todos los alumnos universitarios, sin excepción alguna se graduaran con honores? Que se hiciera de lado el sacrificio en horas, en investigación, en proyectos y en trabajos de “unos cuantos” porque la gran mayoría se siente menos por no titularse con honores.
Yo estoy seguro de lo que piensa y siente la vieja guardia, pero, las nuevas generaciones, ¿aceptarían el hecho solamente porque se arropa y se ampara en su tan idolatrada igualdad?
El ser profesionista.
Si yo llego siempre a tiempo a mi trabajo, no me deben felicitar por ser puntual. Es lo que se debe esperar. Si yo llego bien vestido y arreglado, no me deben decir que estoy muy elegante o que siempre visto bien, es un código que se debe tener porque uno va a laborar, no va a cotorrear con sus amigos a una cafetería, ni se va con el atuendo del cantante César Costa a compartir un aperitivo al parque. Se va a laborar y por tal razón, la imagen debe cambiar al de estar en nuestro hogar. Un jefe no debiese felicitar a alguien por hacer su trabajo o por entregar en tiempo los resultados, es una vez más, lo mínimo que se espera de un profesional.
El tener mis expedientes en orden, el mantener mis reuniones en una agenda, que el contenido de los cajones en mi escritorio tenga cierta lógica, no debe ser un acto de otro planeta. Es mantener un espacio libre de caos, de desorganización, desafiliado a la posible indulgencia con la que uno vive, eso ya no importa. Es un espacio donde se labora, no es un espacio personal ni propio.
Pero ahora, el desorden, la tardanza, la falta de organización son cosas del día a día. Personas justificándose al mencionar – que los genios – son distraídos o que no son ordenados, generan un distractor de los hechos, que por no tener más conflictos laborales, la gente prefiere no mencionar. Pero… se está laborando, se está recibiendo un sueldo por “estar ahí” que se debiese respetar.
Si lo vemos a detalle, es una vez más esa carrera Spartan – que tan solo por estar ahí. Sin importar si llegué tarde, si terminé los reportes, si cumplí el organigrama semanal, sin importar más, se me debe pagar, porque al igual que los que compiten en esas carreras, ya no importa en que lugar llegué, cuáles obstáculos sí pude realizar o si fui caminando y después paré 15 min a descansar. Honestamente, ya no importa.
Y en la sociedad, ¿existe aún la competencia?
¿Para qué esforzarse si al final, me van a dar la misma medalla que a los demás?
O ¿Por qué perder mi tiempo estudiando, si mi titulo universitario mostrará lo mismo que el de los demás?
¿Por qué terminar un proyecto hoy, si se lo puedo pasar a alguien más?
Y ¿Por qué pedirles a los hijos que ayuden en la casa, si están plácidamente viendo todo el día la televisión?
Pienso ¿Por qué habiendo tantos mexicanos que salen a correr diariamente (y algunos de ellos en las peores horas para hacerlo) no somos potencia mundial?
Actualmente creo que las sociedades han satanizado la palabra “competencia”. Y el fomentar su uso provoca en los escuchas – repulsión al ser un clasista – en donde uno se muestra con los demás como alguien intolerante a las diferencias. Donde uno está buscando segmentar grupos en lugar de unificar.
Cómo se le puede enseñar a los niños a lidiar con la pérdida. De qué forma guiar a los pequeños en su propio manejo de la frustración al saberse no tan aptos como alguien más y precisamente aquí, como tranquilizarlos al explicarle que las diferencias nos hacen únicos, pero no inferiores. Cuál será la forma adecuada para hablar de humildad a un sujeto que nunca en su vida a perdido, cómo mostrarle que hay más por crecer y trabajar, si siempre ha obtenido el primer lugar. De que manera habrá que ejemplificar el carácter de alguien que se ha sabido reponer y levantar de una derrota, si a ese pequeño niño lo han puesto a competir en Carreras Spartan para niños y nunca ha perdido.
Cómo quiere la sociedad moldear individuos resilientes si ellos nunca han perdido.
En mis tiempos, existía un juego que nos entretenía todas las tardes, era la Pirinola. Entre toda la palomilla nos sentábamos formando un círculo y usando frijoles como fichas, nos poníamos a jugar hasta ver quién se quedaba con todo.
Yo creo que, mediante esta inocente práctica, aquellos de la vieja guardia aprendimos las reglas de este juego llamado vida.
En ocasiones, nos tocaba poner, otras, la vida nos pedía dar algo. Sin verlo ni preverlo, llegaba alguien o algo y nos quitaba todo, pero también, aunque muy raro el caso, nos tocaba llevarnos todo y ganarlo todo. En ese juego de la pirinola, aprendimos que dar y perder era parte de ser y que nadie, por más que siguiera jugando era capaz de ganar siempre.
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