Portada: Rembrandt, “Autorretrato” (1659).
Por: Alejandro Teutli | @alejandroteutlie
El retrato de alguien en particular dentro de la pintura siempre estará vinculado con la presencia, por lo menos momentánea, de la persona que parece estar frente a nosotros. Dependiendo del grado de verismo que la pintura ostente es el nivel de ilusión que se alcanza. Cuando estamos ante la efigie de alguien a través de una pintura realmente no estamos ante una presencia real, pero, sin embargo, dicha presencia se puede sentir, dicho de otro modo: Un retrato alude siempre a un modelo humano ausente, cuya presencia, real y verdadera, debe ser sentida en la imagen, como si la persona hubiera aparecido y se hubiera encarado en vivo con el espectador. Esto conjunta varios aspectos que son imprescindibles para lograr que, dentro del proceso de percepción, la persona retratada esté delante de nosotros en el cuadro y, en algunos casos sobresalientes, darnos la sensación de estar ante una ventana a través de la cual observamos una presencia real. Para esto se requiere de un buen dibujo aunado a un adecuado manejo de luz y sombras y al uso correcto del color y la perspectiva, entre otras particularidades, pero, por encima de todo, a la capacidad del pintor de captar la personalidad del modelo que será retratado, pues todo retrato consiste en una representación que se logra mediante la correcta interrelación de determinados elementos. Un retrato tiene muchas posibilidades para su representación; no es lo mismo pintar solamente el rostro de una persona a pintar a la misma persona de cuerpo entero, vestida o sin ropas. Un ejemplo de esto lo podemos tener recordando a las Majas de Goya: La maja vestida y La maja desnuda. En ambos casos el pintor retrata a la misma mujer en el mismo sitio y en la misma posición, pero, una con ropas, y otra, sin ellas, cosa que les confiere a dichas pinturas un carácter muy diferente una respecto de la otra. Para alcanzar una verdadera correspondencia entre la persona real y su retrato en una pintura la imagen debe parecerse al retratado o de lo contrario estaremos ante una representación fallida por parte del pintor. Una vez que el artista logra captar adecuadamente lo que va a pintar, es menester atender otros asuntos que van estrechamente relacionados con el proceso de representación. Captar los rasgos físicos de una persona es sólo el principio para el pintor que buscará con ello lograr la expresión de dicha persona, es decir, un retrato que nos pueda transmitir una personalidad humana es algo que muy pocos artistas logran. Por eso es que un buen pintor, con oficio y técnica, puede captar sin problemas la fisonomía de una persona, pero sólo un artista con una sensibilidad desarrollada puede captar esos detalles que no atienden sólo a los rasgos físicos; algunos llaman a esta capacidad poder captar la psicología del personaje. Todo lo anterior, sólo se refiere a la representación de un sujeto por otro a través de la pintura. Esto ha tenido una gran trascendencia a lo largo de la historia del arte como lo demuestran los vestigios artísticos de las primeras grandes civilizaciones que bien refieren las palabras de Pedro Azara:
“(…) el arte del retrato ha tenido que ver con el paso del tiempo y con los cambios de ánimo. Los hombres envejecen y desfallecen, pero sus imágenes, no sólo perduran casi eternamente (como lo prueban las estatuas de los primeros faraones o de los primeros gobernantes mesopotámicos, tan vivas y enteras como el día en que fueron labradas), sino que se convierten en el único testimonio fiable y duradero sobre la fisonomía y el alma de un ser humano en concreto. Es cierto que los retratos plasman un único aspecto o una única faceta del modelo, en una época de su vida y en un momento y una situación dados, pero, no obstante, acaban por caracterizar para siempre al modelo”.
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En conclusión, acorde a lo que se ha dicho hasta ahora, dentro de la pintura un retrato es la representación de un sujeto, es decir, la ilusión que nos da la pintura de estar y sentir la presencia de un ser humano; esto no sucede así en todos los casos de la pintura que se desarrolló a lo largo del siglo XX y, por tal motivo, el retrato contemporáneo sobrepasa “los límites de la definición originaria”, como señala Rosa Martínez-Artero. Un retrato en pintura pierde el sentido que había tenido durante siglos con la aparición de la fotografía. La significación del retrato en la pintura se transforma y se abre camino a través de su estática y rígida concepción anterior para reconfigurarse con nuevas maneras de concebirse por parte de los artistas, dándose con ello una resignificación del propio género del retrato dentro de la pintura. Vemos ejemplos de dicha resignificación a lo largo del arte del siglo pasado, desde una construcción cubista, en donde el modelo representado apenas conserva los rasgos necesarios del sujeto para podérsele reconocer, hasta un autorretrato del artista austriaco Gottfried Helnwein, que consiste en una simple mancha de pintura roja que se puede equiparar a una mancha de sangre. Incluso, aunque los retratos en ciertos casos guarden un fiel parecido con su modelo, no se puede decir que se tenga una intención igual a la de los pintores retratistas del siglo XIX hacia atrás. La fotografía sustituye el carácter de registro documental que tuvo la pintura en su momento, liberando a ésta para ir en busca de la expresión y no sólo de una mera representación. Aunque, por otra parte, es la fotografía la que, más allá de nulificar a la pintura como una posibilidad de expresión artística, le abre nuevas posibilidades de carácter óptico, ya que los pintores empiezan con ello a representar aspectos de la realidad que el ojo humano no vería sin la lente de una cámara fotográfica.
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